“…de todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad”
Jorge Luis Borges, Atlas
“La verdad es mujer”
Nietzsche
A ti, por todas las mañanas.
“Come zorra” y su rostro contra el espejo. “¿No tienes hambre?” y ella se saca sus braguitas. Y se las mete a él en la boca. Y él pronuncia un “gracias” completamente ininteligible.
“La verdad es mujer” me cuestiono. Resaca y me tomo un par de pastillas de ibuprofeno. Siempre estoy acabando de escribir algo. Que si Borges o Archimboldi. Notas. Más notas para mi artículo sobre el escritor argentino y el anarquismo. La noche pasada reverberaba en mi cabeza, como un primer borrador, y también los abrazos de Carlitos van der Linde mientras articulaba mi característico repudio contra el enfoque argumentativo y él me refutaba fácilmente, como un hijo casual de la cópula o del tiempo. Leo un ejercicio de revisionismo histórico. Es un artículo titulado «Borges y la libertad» editado por el panfleto Cuaderno de Pensamiento Político de la FAES (el think tank de la derecha española) y decido para oxigenarme la cabeza ir a la compra.
Él, porque no había duda de su apetencia, decide iniciar la noche en el Twin Peaks, un restaurante deportivo de Broomfield con muchas pantallas de deportes indistintos, hamburguesas, patatas fritas y cerveza con la particularidad de que el sostén de las meseras es simplemente un pañuelo. “Y esos ojos lánguidos…” dice. “Pero ¿quién se fija en su ojos?” dice Antonio. Somos media docena de peninsulares, en el peor de los casos catalanes e ingenieros, auténtica plaga. Joan habla de ella, de Geneve con un lenguaje mítico, siempre proclive a la hipérbole y al desencanto. De sus pechos torneados, de sus caderas de estrépito, y de ese movimiento pélvico que le parece insaciable. “Es absolutamente preciosa” dice. Tengo una premonición. “Nos tocó la Plana” dice Antonio, mirando con resignación a nuestra camarera y ante el asentimiento general. “Es una salida de machos, así que nada de churris”, dijo Joan. Las horas de la noche seguían un curso previamente trazado. Él, porque su deseo desbordaba sus pantalones, había prohibido las parejas. La familia mexicana de nuestro lado se escandaliza más bien a ratos, a pesar de la sonrisa cómplice del padre. Nos hacemos fotos con las camareras como si fuera un ritual. Joan se arrodilla en la entrada y grita “Hoy es noche de striptease, perras”.
Ella siempre era así aunque sin bragas sea ilegal. “Come zorra” y volvía de la compra con la visible apatía de un domingo de tarde. Aquí no cierran nunca porque el capitalismo tardío tiene horario ininterrumpido. Llego a la altura del edificio de cuatro plantas donde está mi apartamento. Al doblar la esquina me sorprende una mujer muy pálida, cargada de trastos. “¿No tienes hambre?” y me pregunta si le puedo ayudar. Obviamente respondo que sí. El espejo se hace añicos. Un fuerte olor a alcohol me golpea y me pide permiso para esperar un taxi en mi casa. Su rostro contra el espejo. Ella cargaba con un amasijo de bolsas de viaje y de plástico. Le ayudo, aunque dejamos otras tantas frente al edificio. Caminamos y se queda con mi compañera de piso. Yo vuelvo a por el resto de cosas. Entron en el piso y alcanzo a entender que acaba de escapar del motel donde vivía con su tercer marido. “Es epiléptico y acaba de salir de la cárcel. Lo conocí cuando me echaron, yo estudiaba, encanto, biología, ¿sabes?”.
“Es ella” dice. Vamos al Bustop, nuestro primer strip club de la noche. “¿Eres amigo de Mike?”, nos pregunta un portero que arrastra su acento de Carolina del Norte, y Joan asevera “no”. “Pues entonces son siete pavos” dice. Estamos en el interior, vemos los espejos y un ambiente enrarecido. Es, comenta alguno, como un puticlub en España. “Este antro no los merece” dice Joan ante el visible enfado de nuestro interlocutor. Mientras nos dirigimos al aparcamiento, vemos cómo una patrulla proyecta una luz incansable y los oficiales toman notas de todas las matrículas cercanas. Nos apresuramos a nuestros coches. Nos dirigimos a Boulder y la patrulla comienza a seguirnos.
Mira fijamente el vaso de agua. Habla de un muchacho de veinte años que era su vecino y “me hizo sentir como una princesa” confesando su infidelidad. “Le puse los cuernos porque necesitaba que alguien me tratara bien”. Nos confiesa que tiene 30 años, pero aparenta demasiados. Se mueve con dificultad. Nos habla de su madre. Nos habla de su hijo. Nos cuenta que está en una casa de acogida, nos cuenta que perdió la custodia por sus problemas con la bebida. “Lucky Luke Junior”, nos dice, “así se llama mi hijo”. Rompe a llorar.
Aparcamos los coches cerca del Nitro Club y la patrulla desiste. Sacamos nuestros IDs que un par de tipos inspeccionan. Evidentemente no puedes tener menos de 21 para entrar, ni para consumir alcohol en este país, pero puedes trabajar de camarera o ser striper. Joan y Carlos juegan a ponerse un dólar delante, a modo de reclamo. La transacción consiste en que si quieres que te bailen encima debes poner alguna cantidad de dinero que ella recogerá y te dedicará unos segundos o un minuto de su baile. Hay parejas. Grupos. Joan sigue hablando de Geneve, de su blancura. Hay grupos de mujeres y obviamente estudiantes. Siento un escalofrío. No quiero encontrarme con nadie. “Tíos no habéis visto cosa igual. Fijo que resplandece en la oscuridad” dice. La danza. La danza continuaba. No recuerdo el nombre. Carlos pone tres dólares en el último momento delante de Joan. Ella, que luce exótica, los recoje y empieza a bailar, a rozarse. “Sin bragas es ilegal”, me dicen. Le pasa las tetas por su cara sorprendida. Él sonríe de forma nerviosa y por un instante piensa en su mujer. Es una convención, él no puede tocar. Y le envuelve musicalmente el cuello con sus piernas y comienza a golpearle con su sexo en la cara. “Menudo coñazo” dice Antonio entre risas.
Sabela, mi compañera, le sirve agua de nuevo. “Mi madre perdió las piernas por culpa de la heroína” nos cuenta entre sollozos. “Esta es una foto de mi padre con su hijo Osiris Love, que es adoptado y negro, y mi hijo” mientras nos enseña un puñado de fotos. Nos cuenta de nuevo que su marido es epiléptico y que le salvó la vida un par de veces, “a ese cerdo me hubiera gustado verlo morir, pero yo no soy como él”. Se tranquiliza. Va al baño. Vuelve sin el rímel en las mejillas y se disculpa con un “ahora ya no tengo charme, encanto”. “No puedo utilizar la puerta principal, porque él me estará buscando”, nos cuenta. Y llama a su madre. “Dile al puto taxi que venga por la parte de atrás ¿qué dirección es ésta?”. “No, no mamá. Estoy con una pareja muy amable de españoles. Claro mamá, estamos en América, ellos hablan inglés. Españoles de España”.
Las voces y las manos que se arman. “Yo no me llamo Juan, me llamo Joan”. “Joder, macho, tienes la independencia a flor de piel”. Discuten. Los amenazantes cuerpos de seguridad se acercan hasta que la música cambia y Joan dice “Es Ella”. Y ella entra. La absoluta palidez. Geneve. Las luces se atenúan, los gestos se meditan y los espejos se quiebran. Su rostro angelical, de no haber besado, es un recuerdo impreciso. Su mirada gélida, que resiste al olvido, se clava en Joan. Ya nadie más existe para ellos. Sus ojos se ansían, se buscan con deseo exclusivo. “El tiempo es una rémora tan humana” me dice Carlitos. Y ella se detiene. Y nos baila. Le baila.
Y ella quebrada. “Me agarró de los pelos. Y me pasó la cara por todos los cosméticos que tenía sobre la cómoda hasta romper el espejo. Mientras él me gritaba “come zorra, ¿no tienes hambre?”.
Geneve se acerca casi desnuda y le pregunta a Joan si quiere un lap dance, y él le dice que prefiere un privado. “Son 150 dólares, encanto” le dice. Se lo lleva de la mano. Se sienta. Le baila y sigue su movimientos al compás. Su blusa cae. “¿No tienes hambre?” le susurra Geneve al oído y le abraza con sus pechos. Ella se deja tocar. Cuela sus dedos por la costura. Se saca sus braguitas. Y se las mete en la boca. Él pronuncia un “gracias” completamente ininteligible. “Agradécelo con 300 pavos, encanto”.
“Luego fue todo de mal en peor, lo de mi madre, lo de Harry, mi segundo, que se me murió. Me quería tanto”. Llora. Veo su tanga tan poco íntimo que desborda el cuerpo. Se toma un par de pastillas de ibuprofeno y yo también. “Todo cambió cuando tuve al niño. Era striper ¿sabes? y trabajaba para pagarme la carrera. Y era la mejor, encanto. Hasta tenía un espectáculo propio. Pero entonces tuve al niño y luego Mike me echó” nos cuenta con algo de inocencia. “Era absolutamente preciosa” dice. Y el taxi llega. Y habla con el conductor, mientras llenamos el maletero con sus trastos. Le da un abrazo a Sabela y a mí me estrecha la mano. El conductor le suelta un piropo, que no entiendo, y ella muestra una sonrisa de libro abierto. Se va muy lentamente mientras saluda desde la ventanilla. Mi compañera y yo regresamos. Cierro la puerta. Nos miramos y pregunto “¿te dijo su nombre?”. Y ella me responde simplemente “Geneve”.
Xavier Dapena anda perdido en un departamento de Español en el Oeste americano, aunque acostumbra a rezarle a Borges y a Virginia Woolf todas las noches. Procura restringir sus escarceos sexuales a eso que algunos llaman literatura y todos los géneros subyacentes: la televisión, el cine, los cómics, la historia, la filosofía… No tiene teléfono, y suele responder tarde, con una sonrisa y silbando en este “campo de batalla constante”. Días no Imperio es el título de un poemario del poeta, periodista y, en ocasiones, músico Dani Salgado.