por Alberto Albert Alonso
Este cuento ha recibido una Mención en el I Certamen Literario Mario Benedetti, organizado por el Centro de Estudios Iberoamericanos Mario Benedetti de la Universidad de Alicante
Sé que a ella le gustaba que la besaran. Lo veía cada vez que comíamos todos en la mesa. Ella miraba la huella de los labios en los vasos y echaba de menos los besos que le dábamos cuando éramos todos pequeños. Acostumbraba, a la hora de la comida, a observar de pie cómo comíamos. Solía tocarse las muñecas. «¡Échate alcohol, abuela!» le decía mi gente. Las tenía secas. Intentaba redondearlas con los dedos, girándolas. Y nos miraba. Sonreía. Parecía estar feliz de vernos comer en silencio. Era el mismo silencio que habrá dentro de nuestras tumbas, el día en que muramos. La mesa era un ataúd.
Esta mañana ha empezado todo. Una oliva podrida ha caído en el parabrisas del coche, justo en el punto al que yo miraba. Se me ha puesto negra la vista. Y todo por aparcar el coche en un campo de olivos. Ya se lo dije a mi gente y ellos insistieron en salir con mi abuela desde la casa en que aprendió a ser muñeca. Ella ni se ha enterado, o eso creo. Como ella quería que yo rezase, yo he rezado. Pero esa oliva ha hecho que me perdiese en el padrenuestro, aunque es cierto que me ha servido de excusa para dejar de recitarlo, porque apenas me acordaba ya y me entraba miedo.
Y seguía allí, en el coche fúnebre. Estaba sentado detrás, a la izquierda. A mi derecha iría ella, mi abuela, tumbada y de camino a la tumba. Yo, mientras, le leería en voz baja unos versitos que escribimos juntos. Había visto cómo le desataban las muñecas, atadas en cruz a la cama, y cómo la bajaban. Vi sus estigmas. Luego, quise ver el interior del ataúd para ver si yo también cabía. La trajeron al coche, tambaleándose.
La vida está para poder ser independiente e ir solo, sin ayuda de nadie, porque ya necesitaremos esa ayuda cuando muramos y alguien tenga que llevarnos a la tumba. Mi abuela fue acompañada en vida, compañía represora, e iba también ahora (¡lástima no poder ir solos también a la tumba!, porque conocemos muy bien el camino, como el niño castigado que va solo a ponerse cara a la pared).
Cuando la pusieron a mi lado, comencé mi prometido recital.
Camino al cementerio, vi que el viento movía de un lado a otro los campos de trigo, ovacionándonos. Y las nubes se agrupaban para consolarse. No pudieron evitar, al final, echarse a llorar. Al final, llovía, abuela. Pero llovía como algo gris, enfermo.
Yo iba al lado de ella, con la mano derecha sobre el ataúd, donde yo intuí que estaría su corazón. El ataúd estaba frío y yo ya no supe si el calor de la palma de mi mano era porque estaba sudando, al tacto de la caja, o porque ella aún latía.
Algunas gotas de lluvia se quedaban agarradas a la ventana. Querían vernos, abuela. Era nuestro público. Los charcos de la carretera las llamaban y ellas no querían ir. Tenían que ser el viento y la velocidad quienes las empujasen hasta el asfalto, y allí morían, en los charcos.
Conducía mi gente. Yo quería que fuese San Pedro el chófer, para que me llevase con ella. Quizá yo no vaya al Cielo, abuela. Pero ellos, ellos ya no te verán nunca más. Ni tú los verás a ellos, porque quedarán encerrados en el Infierno. Aún no saben que me he dejado abierta la llave del gas, antes de salir de casa.
No tengo pensado volver a esa carpintería, donde te tallaban para ser títere de madera, con cuerdas e hilos por todos lados, con tus estigmas, no me olvido, en las muñecas. No tengo pensado volver a esa casa porque ella también ha muerto al morir tú. Yo me iré a oler café a las cafeterías, porque huelen a domingo y allí esperaré tu resurrección, abuela.
Ya en el cementerio, el cielo toca sus tambores de truenos. ¡Qué triste ha sido ver, a la luz de un maldito relámpago, el agujero de tierra donde descansarás en paz! ¡Y ser ese el último banquete al que asistamos! Y no podemos preguntar dónde está la comida, ni pedirla, porque los gusanos se reirían de nosotros. Oigo risas. Creo que no son los gusanos, al menos todavía. Son otros. ¡Por favor! ¡En el cementerio no cabe la risa! La risa se fue con Adán, se fue con Eva, cuando expulsaron a los tres del Paraíso.
Ha sonado un golpe al dejar el ataúd en el suelo. Estamos esperando al enterrador. Se alarga la agonía. Mi gente comenta: «¡Ya empieza a oler esto!». Y yo les maldigo. Mi abuela no huele. Ni mi abuela es “esto”. Ella es la santa que os ha cuidado a todos, gente. Yo me arrepiento enormemente de no haber dado más salida al gas.
El ataúd se moja. Está frío. Es una bañera a rebosar. El ataúd mal cerrado es lo que te está mojando las alas, abuela. Ellos no te lo han cerrado bien para que se te mojen y no puedas volar. Tus alas, abuela, tus alas. Recuerdo, ahora, cuando me decías: «Cariño, no cojas las mariposas, no toques sus alas, porque les quitas el polvillo y ya no pueden volar más». A ti te tocaron demasiado las alas, abuela.
Y mientras voy pensando en volver andando hasta la casa de los olivos para darle fuerza a la llave del gas, mi gente deja que el ataúd se moje, pero ellos bien secos bajo el paraguas. Secos como sus corazones.
Entonces, me acerco a él, me arrodillo y lo cubro con mi paraguas. En ese momento, esperando al enterrador, empiezo a recordar el drama de esta muñeca de porcelana.
A mi abuela le pusieron los grilletes nada más nacer. Su madre no quiso cortarle el cordón umbilical hasta haber hecho de ella una señora. Iba a casa de sus tías cogiéndose del cordón para no perder de vista a su madre, que iba delante. Luego, cuando iba a casa de alguna amiga, se sentaba al lado de la ventana de la habitación para poder echarlo a través de ella: su madre, desde casa, oía las risas y, entonces, daba un tironcito de cuerda y mi abuela se ponía seria, se ponía señora.
Su madre decidió cortárselo a mi abuela cuando se iba a casar. Agarró las tijeras y le dijo: «Hija, mira bien qué voy a hacer, porque lo mismo tendrás tú que hacer con tu hija». Mi abuela, entonces, se sorprendió. Era la primera vez que oía la palabra “hija”. A ella todos la llamaban “muñequita”. Aseguró (o tuvo que asegurar) que no le dolió el corte. Ni siquiera sangró. Eso sí: tenía muchos sudores y muchas dudas. Quizá fueron las dudas las que le permitieron no pensar en el corte.
Y después de eso, su marido le ató los pies, uno al otro. Empezó a sentirse pingüino con el paso corto, con la frialdad de la casa y con el agua helada. Ya era una señora.
La vida se le hacía cada vez más larga y, para abreviar la seguridad de morir un día, decidió volverse loca. Lamentablemente, lo que ella creía que era una decisión, una voluntad, no era más que el resultado de unos acontecimientos que lo habían ido provocando. Enloqueció de manera natural porque se ahogaba, porque se moría de frío en esa casa, siendo pingüino, porque tuvo que regalar su vida a otros.
Luego, vinieron los arco iris tristes, que tenían colores negros, vinieron las nubes con asma, que no podían respirar bien el agua del mar, vinieron los esguinces en la maratón por la que se corre encorsetado en unas mallas fosforitas, con el corazón negro; vinieron más y más momentos que recuerdo de las tardes con mi abuela, ella cogida de las manos a la cama y yo a su lado, sentado en una silla, escuchándola decir todo eso.
Yo me creía todo lo que contaba (¿por qué no?) y aprendí a ver esos arco iris unicolores, esas nubes enfermas, esos mares sin nadie que los respirase, y aprendí a verme vestido con las mismas mallas que llevó mi abuela. Me encorseté como ella.
Pero llegará el día, si no es hoy ese día, en que reúna fuerzas y le haga el boca a boca a las nubes, para que dejen de estar enfermas (porque nos echan lluvia gris, pachucha) y puedan respirarlos a todos, y los dejen caer desde miles de metros. Llegará ese día, abuela.
Tú me enseñaste en la vida muchas cosas que definen el miedo, que definen la agonía. Y yo, para comprenderte, he acabado sintiendo un mismo miedo y una misma agonía. Pero no me importa, ya te digo, porque yo también soy mártir. En tu bajada de la cama, la cruz en la que estuviste por mucho tiempo, vi que los estigmas de tus muñecas te habían llegado hasta el hueso y que estaba raspado.
Comprendí, entonces, que tú misma, en impulsos, tratabas de quitarte los grilletes que te dio la vida, cuando aparentemente te rascabas las muñecas porque las tenías secas («¡Échate alcohol, abuela!»). Intentabas quitártelas, ¿verdad? Yo he decidido tomar el relevo de tu martirio para comprenderte, porque te quiero.
La muñeca de porcelana ya ha explotado en sus propios añicos de blancura perfecta. Espero que ahí dentro, ahí donde ella va, no siga raspándose las muñecas. Ya las tienes libres, abuela.
El enterrador no llega. Sigue lloviendo. Algunos que estaban ahí plantados, en tiestos, pisando barro, se han marchado. Quedamos unos pocos. Solamente unos pocos y yo cada vez huelo más a gas.
Las hojas negras de los árboles se pegan a mi cuerpo con la lluvia y el aire. Parecen querer amordazarme. Y yo encantado: porque llueve, porque hace frío, porque yo también quiero conocer a los gusanos. Mi gente me mira con rostros como de goma, o de cera, no sé muy bien. Están hinchados. No se atreven a hablarme, me miran de reojo y se miran entre ellos. Veo algo que me hace sonreír: unos cuerpos de cera deshechos, unas gargantas rotas de gritar, unas caras descarnadas. Satanás les espera en la casa de los olivos.
A mí me da por pensar: «tú y yo nos vamos a ir, abuela, tú en mis brazos como cuando yo, niño, iba en tus brazos». Pienso eso una y otra vez. Quiero robar el cuerpo de mi abuela porque aún no comprendo cómo no ha resucitado. O tal vez ya sí y no me he dado cuenta. Quiero abrir el ataúd para ver si está su cuerpo. No me importa que me miren. Empiezo a abrir la tapa… y una mano con guantes deshilachados la cierra. Es el enterrador.
Parece que no esté pasando nada. Esto se acaba. No me gusta el sonido de la pala. El enterrador intenta hacer el hoyo más profundo, pero cava en balde porque no hace más que llenarse de agua, y se embarra. Y sin pensarlo dos veces, echan a mi abuela (o al ataúd sólo, no lo sé) como si fuera un barco. No sé si vas dentro, abuela. Me apetece llorar. Es tu entierro, y parece que esté asistiendo a tu parto. Estás en agua, en barro. Parece todo eso una placenta. Pero ya no hay cordón umbilical, ni grilletes, ni muñecas rotas, porque ya no hay muñeca.
Y el día en que te mueras, abuela, verán todos que habrá una oliva podrida en el parabrisas del coche, enfrente de mi pupila. Verán todos que habrá lluvia, que habrá viento. Todos escucharán, el día en que te mueras, el recital de nuestros versos. Todos verán cómo cierro tu ataúd, para que no te mojes. Recordaré tus arco iris, tus nubes, y mi luto serán unas mallas negras. Verán que el enterrador llegará tarde, el día en que te mueras. Nos mojaremos. Se reirán, los conozco. Comentarán, lo sé. A mí me amordazarán las hojas de los árboles, el día en que te mueras. Y tú te habrás perdido en una placenta de barro. Pero yo, te prometo, me sumergiré y te sacaré de ella para irnos juntos a celebrar con un desayuno tu resurrección, cualquier domingo.
Les llegará a todos un olor a gas, al volver de tu entierro. Yo ya huelo a gas, a fuego, a brasas. Pero ahora ustedes no se chiven, por favor. No se chiven.
Alberto Albert Alonso (Petrer, 1993) es estudiante de Filología Hispánica en la Universidad de Alicante. Aficionado a la lectura y a la escritura. Sus metas son el multilingüismo y la interculturalidad. Viajar por viajar. Otro superviviente del mundo deshumanizado. «No será el miedo a la locura lo que obligue a bajar la bandera de la imaginación.»