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Ngill chenmaywe

por Begoña Díez Sanz

Hoy me he despertado
en un mundo en el que las Ballenas quieren imitar a los
humanos

[las mayúsculas nunca osan ser aleatorias

La vida es siempre ruido
En la nieve nunca tienes un sólo nombre bajo el amparo del frío

[imaginemos un inuit bajo el sol de la Toscana

Y la luna, que ya no permite crear poemas

[dónde acariciará el Pierrot ahora a Debussy

París se ha vuelto inalcanzable en caravana
Roma ya no converge en las piedras, los autómatas están perdidos
Cristo resucita apátrida en la única selva virgen guardada entre las piernas de una joven muchacha

[las espinas ahora atraviesan el corazón-puesto-en-abismo

Suena un despertador
Suena otro despertador
Suena el canto de las sirenas
Las calles no están puestas
Las sábanas siguen muertas
El despertador que no suena
dios despierta en la boca de las Putas

[las minúsculas nunca osan ser aleatorias

Repito:
Hoy he despertado
en un mundo en el que las ballenas querían imitar a los
humanos

[que alguien me explique este arpón carcomiéndome las entrañas.

Begoña Díez Sanz (Universidade de Santiago de Compostela) es Licenciada en Filología Hispánica con un máster en Estudios Teóricos y Comparados de la Literatura y de la Cultura y otro en Enseñanza del Español como Lengua Extranjera. Desde 2011 ha participado en diversos congresos internacionales relacionados con la literatura y la teoría literaria. Es autora de varios artículos sobre microrrelato y teatro breve, y del poemario Camarada: Eu só quería facer algo bonito, publicado por Follas Novas Edicións en 2014. | Camarada: Eu só quería facer algo bonito en Facebook

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Idas y venidas

por Laura Cesarco Eglin

La L falla en mi teclado bajo mi fuerza. Dirección exacta: dedo anular, mano derecha, que no puede cumplir con hospedar ciertas palabras, que no puede decir. Se van a otros lados—ahí me llevan. Porque si de mi nombre queda sólo el aura, las cosas están cambiando. La L me habla de formular ajeno a mí, y así, insiste en mandarme en una ausencia plena. Salir de la lucha de resistencias. Salir. Entregarme al ni siquiera. Salirme. No se vuelve si el lugar es el mismo. No se es sin andar en verbo—cómo verbalizar

Laura Cesarco Eglin es una poeta y traductora de Uruguay. Es la autora de dos libros de poesía, Llamar al agua por su nombre (Mouthfeel Press, 2010) y Sastrería (Yaugurú, 2011), así como de una plaquette, Tailor Shop: Threads (Finishing Line Press, 2013), con poemas de ella traducidos con Teresa Williams. Sus poemas y traducciones han sido publicados en revistas literarias en EE. UU., Inglaterra, México y Uruguay. Sus poemas también son parte de la sección de «Mujeres Uruguayas» de Palabras Errantes, Plusamérica. Su poesía y traducciones han sido nominadas dos veces al premio Pushcart.

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Abuela

por Alberto Albert Alonso

Este cuento ha recibido una Mención en el I Certamen Literario Mario Benedetti, organizado por el Centro de Estudios Iberoamericanos Mario Benedetti de la Universidad de Alicante

Sé que a ella le gustaba que la besaran. Lo veía cada vez que comíamos todos en la mesa. Ella miraba la huella de los labios en los vasos y echaba de menos los besos que le dábamos cuando éramos todos pequeños. Acostumbraba, a la hora de la comida, a observar de pie cómo comíamos. Solía tocarse las muñecas. «¡Échate alcohol, abuela!» le decía mi gente. Las tenía secas. Intentaba redondearlas con los dedos, girándolas. Y nos miraba. Sonreía. Parecía estar feliz de vernos comer en silencio. Era el mismo silencio que habrá dentro de nuestras tumbas, el día en que muramos. La mesa era un ataúd.

Esta mañana ha empezado todo. Una oliva podrida ha caído en el parabrisas del coche, justo en el punto al que yo miraba. Se me ha puesto negra la vista. Y todo por aparcar el coche en un campo de olivos. Ya se lo dije a mi gente y ellos insistieron en salir con mi abuela desde la casa en que aprendió a ser muñeca. Ella ni se ha enterado, o eso creo. Como ella quería que yo rezase, yo he rezado. Pero esa oliva ha hecho que me perdiese en el padrenuestro, aunque es cierto que me ha servido de excusa para dejar de recitarlo, porque apenas me acordaba ya y me entraba miedo.
Y seguía allí, en el coche fúnebre. Estaba sentado detrás, a la izquierda. A mi derecha iría ella, mi abuela, tumbada y de camino a la tumba. Yo, mientras, le leería en voz baja unos versitos que escribimos juntos. Había visto cómo le desataban las muñecas, atadas en cruz a la cama, y cómo la bajaban. Vi sus estigmas. Luego, quise ver el interior del ataúd para ver si yo también cabía. La trajeron al coche, tambaleándose.

La vida está para poder ser independiente e ir solo, sin ayuda de nadie, porque ya necesitaremos esa ayuda cuando muramos y alguien tenga que llevarnos a la tumba. Mi abuela fue acompañada en vida, compañía represora, e iba también ahora (¡lástima no poder ir solos también a la tumba!, porque conocemos muy bien el camino, como el niño castigado que va solo a ponerse cara a la pared).

Cuando la pusieron a mi lado, comencé mi prometido recital.

Camino al cementerio, vi que el viento movía de un lado a otro los campos de trigo, ovacionándonos. Y las nubes se agrupaban para consolarse. No pudieron evitar, al final, echarse a llorar. Al final, llovía, abuela. Pero llovía como algo gris, enfermo.

Yo iba al lado de ella, con la mano derecha sobre el ataúd, donde yo intuí que estaría su corazón. El ataúd estaba frío y yo ya no supe si el calor de la palma de mi mano era porque estaba sudando, al tacto de la caja, o porque ella aún latía.

Algunas gotas de lluvia se quedaban agarradas a la ventana. Querían vernos, abuela. Era nuestro público. Los charcos de la carretera las llamaban y ellas no querían ir. Tenían que ser el viento y la velocidad quienes las empujasen hasta el asfalto, y allí morían, en los charcos.

Conducía mi gente. Yo quería que fuese San Pedro el chófer, para que me llevase con ella. Quizá yo no vaya al Cielo, abuela. Pero ellos, ellos ya no te verán nunca más. Ni tú los verás a ellos, porque quedarán encerrados en el Infierno. Aún no saben que me he dejado abierta la llave del gas, antes de salir de casa.

No tengo pensado volver a esa carpintería, donde te tallaban para ser títere de madera, con cuerdas e hilos por todos lados, con tus estigmas, no me olvido, en las muñecas. No tengo pensado volver a esa casa porque ella también ha muerto al morir tú. Yo me iré a oler café a las cafeterías, porque huelen a domingo y allí esperaré tu resurrección, abuela.

Ya en el cementerio, el cielo toca sus tambores de truenos. ¡Qué triste ha sido ver, a la luz de un maldito relámpago, el agujero de tierra donde descansarás en paz! ¡Y ser ese el último banquete al que asistamos! Y no podemos preguntar dónde está la comida, ni pedirla, porque los gusanos se reirían de nosotros. Oigo risas. Creo que no son los gusanos, al menos todavía. Son otros. ¡Por favor! ¡En el cementerio no cabe la risa! La risa se fue con Adán, se fue con Eva, cuando expulsaron a los tres del Paraíso.

Ha sonado un golpe al dejar el ataúd en el suelo. Estamos esperando al enterrador. Se alarga la agonía. Mi gente comenta: «¡Ya empieza a oler esto!». Y yo les maldigo. Mi abuela no huele. Ni mi abuela es “esto”. Ella es la santa que os ha cuidado a todos, gente. Yo me arrepiento enormemente de no haber dado más salida al gas.

El ataúd se moja. Está frío. Es una bañera a rebosar. El ataúd mal cerrado es lo que te está mojando las alas, abuela. Ellos no te lo han cerrado bien para que se te mojen y no puedas volar. Tus alas, abuela, tus alas. Recuerdo, ahora, cuando me decías: «Cariño, no cojas las mariposas, no toques sus alas, porque les quitas el polvillo y ya no pueden volar más». A ti te tocaron demasiado las alas, abuela.

Y mientras voy pensando en volver andando hasta la casa de los olivos para darle fuerza a la llave del gas, mi gente deja que el ataúd se moje, pero ellos bien secos bajo el paraguas. Secos como sus corazones.

Entonces, me acerco a él, me arrodillo y lo cubro con mi paraguas. En ese momento, esperando al enterrador, empiezo a recordar el drama de esta muñeca de porcelana.

A mi abuela le pusieron los grilletes nada más nacer. Su madre no quiso cortarle el cordón umbilical hasta haber hecho de ella una señora. Iba a casa de sus tías cogiéndose del cordón para no perder de vista a su madre, que iba delante. Luego, cuando iba a casa de alguna amiga, se sentaba al lado de la ventana de la habitación para poder echarlo a través de ella: su madre, desde casa, oía las risas y, entonces, daba un tironcito de cuerda y mi abuela se ponía seria, se ponía señora.

Su madre decidió cortárselo a mi abuela cuando se iba a casar. Agarró las tijeras y le dijo: «Hija, mira bien qué voy a hacer, porque lo mismo tendrás tú que hacer con tu hija». Mi abuela, entonces, se sorprendió. Era la primera vez que oía la palabra “hija”. A ella todos la llamaban “muñequita”. Aseguró (o tuvo que asegurar) que no le dolió el corte. Ni siquiera sangró. Eso sí: tenía muchos sudores y muchas dudas. Quizá fueron las dudas las que le permitieron no pensar en el corte.

Y después de eso, su marido le ató los pies, uno al otro. Empezó a sentirse pingüino con el paso corto, con la frialdad de la casa y con el agua helada. Ya era una señora.

La vida se le hacía cada vez más larga y, para abreviar la seguridad de morir un día, decidió volverse loca. Lamentablemente, lo que ella creía que era una decisión, una voluntad, no era más que el resultado de unos acontecimientos que lo habían ido provocando. Enloqueció de manera natural porque se ahogaba, porque se moría de frío en esa casa, siendo pingüino, porque tuvo que regalar su vida a otros.

Luego, vinieron los arco iris tristes, que tenían colores negros, vinieron las nubes con asma, que no podían respirar bien el agua del mar, vinieron los esguinces en la maratón por la que se corre encorsetado en unas mallas fosforitas, con el corazón negro; vinieron más y más momentos que recuerdo de las tardes con mi abuela, ella cogida de las manos a la cama y yo a su lado, sentado en una silla, escuchándola decir todo eso.

Yo me creía todo lo que contaba (¿por qué no?) y aprendí a ver esos arco iris unicolores, esas nubes enfermas, esos mares sin nadie que los respirase, y aprendí a verme vestido con las mismas mallas que llevó mi abuela. Me encorseté como ella.

Pero llegará el día, si no es hoy ese día, en que reúna fuerzas y le haga el boca a boca a las nubes, para que dejen de estar enfermas (porque nos echan lluvia gris, pachucha) y puedan respirarlos a todos, y los dejen caer desde miles de metros. Llegará ese día, abuela.

Tú me enseñaste en la vida muchas cosas que definen el miedo, que definen la agonía. Y yo, para comprenderte, he acabado sintiendo un mismo miedo y una misma agonía. Pero no me importa, ya te digo, porque yo también soy mártir. En tu bajada de la cama, la cruz en la que estuviste por mucho tiempo, vi que los estigmas de tus muñecas te habían llegado hasta el hueso y que estaba raspado.

Comprendí, entonces, que tú misma, en impulsos, tratabas de quitarte los grilletes que te dio la vida, cuando aparentemente te rascabas las muñecas porque las tenías secas («¡Échate alcohol, abuela!»). Intentabas quitártelas, ¿verdad? Yo he decidido tomar el relevo de tu martirio para comprenderte, porque te quiero.

La muñeca de porcelana ya ha explotado en sus propios añicos de blancura perfecta. Espero que ahí dentro, ahí donde ella va, no siga raspándose las muñecas. Ya las tienes libres, abuela.

El enterrador no llega. Sigue lloviendo. Algunos que estaban ahí plantados, en tiestos, pisando barro, se han marchado. Quedamos unos pocos. Solamente unos pocos y yo cada vez huelo más a gas.

Las hojas negras de los árboles se pegan a mi cuerpo con la lluvia y el aire. Parecen querer amordazarme. Y yo encantado: porque llueve, porque hace frío, porque yo también quiero conocer a los gusanos. Mi gente me mira con rostros como de goma, o de cera, no sé muy bien. Están hinchados. No se atreven a hablarme, me miran de reojo y se miran entre ellos. Veo algo que me hace sonreír: unos cuerpos de cera deshechos, unas gargantas rotas de gritar, unas caras descarnadas. Satanás les espera en la casa de los olivos.

A mí me da por pensar: «tú y yo nos vamos a ir, abuela, tú en mis brazos como cuando yo, niño, iba en tus brazos». Pienso eso una y otra vez. Quiero robar el cuerpo de mi abuela porque aún no comprendo cómo no ha resucitado. O tal vez ya sí y no me he dado cuenta. Quiero abrir el ataúd para ver si está su cuerpo. No me importa que me miren. Empiezo a abrir la tapa… y una mano con guantes deshilachados la cierra. Es el enterrador.

Parece que no esté pasando nada. Esto se acaba. No me gusta el sonido de la pala. El enterrador intenta hacer el hoyo más profundo, pero cava en balde porque no hace más que llenarse de agua, y se embarra. Y sin pensarlo dos veces, echan a mi abuela (o al ataúd sólo, no lo sé) como si fuera un barco. No sé si vas dentro, abuela. Me apetece llorar. Es tu entierro, y parece que esté asistiendo a tu parto. Estás en agua, en barro. Parece todo eso una placenta. Pero ya no hay cordón umbilical, ni grilletes, ni muñecas rotas, porque ya no hay muñeca.

Y el día en que te mueras, abuela, verán todos que habrá una oliva podrida en el parabrisas del coche, enfrente de mi pupila. Verán todos que habrá lluvia, que habrá viento. Todos escucharán, el día en que te mueras, el recital de nuestros versos. Todos verán cómo cierro tu ataúd, para que no te mojes. Recordaré tus arco iris, tus nubes, y mi luto serán unas mallas negras. Verán que el enterrador llegará tarde, el día en que te mueras. Nos mojaremos. Se reirán, los conozco. Comentarán, lo sé. A mí me amordazarán las hojas de los árboles, el día en que te mueras. Y tú te habrás perdido en una placenta de barro. Pero yo, te prometo, me sumergiré y te sacaré de ella para irnos juntos a celebrar con un desayuno tu resurrección, cualquier domingo.

Les llegará a todos un olor a gas, al volver de tu entierro. Yo ya huelo a gas, a fuego, a brasas. Pero ahora ustedes no se chiven, por favor. No se chiven.

Alberto Albert Alonso (Petrer, 1993) es estudiante de Filología Hispánica en la Universidad de Alicante. Aficionado a la lectura y a la escritura. Sus metas son el multilingüismo y la interculturalidad. Viajar por viajar. Otro superviviente del mundo deshumanizado. «No será el miedo a la locura lo que obligue a bajar la bandera de la imaginación.»

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Los tulipanes

por Joaquín Lameiro Tenreiro

Ilustrado por Lucía Torres Rosende

–He leído… he leído una reseña a una traducción de Dylan Thomas; una traducción nueva… bueno, eso no importa… y dice que es algo superficial…

–¿La traducción?

–No, no… Dylan Thomas… Su poesía… Que es algo superficial. Que suena muy bien, pero que no es profunda, especialmente antes de The Map of Love. ¿Tú estás de acuerdo?

–Bueno, es posible… Tal vez los primeros libros no sean muy profundos…

–Pero… no sé… a mí me gusta. Me parece muy bueno. ¿No te gusta, a ti?

–Yo no he dicho que no me guste. Pero tal vez el crítico tenga razón. Sólo eso.

–Ya… pero es que ahora parece que la canción está desprestigiada. No lo entiendo… no…

–¿Qué canción? ¿De qué me estás hablando?

–Quiero decir… ¿Me estás escuchando? ¿Me…

–Sí, sí… Puedo hacer esto y escucharte… Somos multitarea, ya sabes.

–Quiero decir… ¡Multitarea! ¡Vaya!… que Dylan Thomas es un poeta de la canción, no es un filósofo. Pero, ¿y qué pasa con toda la poesía cortés medieval, o con Espronceda, o con todo eso? ¿No es digno, eso? No descubre grandes verdades intelectuales, pero… es otra cosa… a su manera también es profundo. Es la profundidad de la tradición, de la tierra… y se expresa mejor cantando que filosofando… lo compara con Eliot y con Auden… Pero ¿qué tiene que ver? Una época no hace a un poeta. Son verdades distintas, las de Thomas y Eliot. Y yo prefiero la de Thomas, qué demonios.

–Oye, mira… A mí también me gusta Dylan Thomas, pero creo que estás sacando las cosas de quicio. Puede que el
crítico tenga razón.

Mientras dice esto (razón), levanta los ojos azules de los geranios hacia él, y arquea ligeramente las cejas negras y
finas. Luego todo se convierte en una media sonrisa con algo de socarronería complaciente. Poco antes, en el oye, mira, se ha dado la vuelta, para mover la maceta del fregadero a la mesa, y ha sido sólo entonces cuando ha dejado de darle la espalda. No ha sido interpretado como un gesto de descortesía o desdén por parte de su marido, porque venían hablando ya desde el dormitorio, cuando ella había cogido la maceta con los geranios y la había llevado hasta la cocina. Y él había ido detrás de ella todo el tiempo, como el vagón del carbón, haciendo rechinar las ruedas sobre ir al cine, el domingo y, por último, la reseña sobre la nueva traducción de Dylan Thomas. La locomotora había seguido hasta el fregadero sin dejarle saber a él que era ella la que dirigía y él el que era arrastrado, y aquí están en este momento. Las conversaciones suelen ser así, porque, aunque se reparten las tareas que a ninguno de los dos les gustan, ella hace el resto de las cosas que no son estrictamente necesarias, pero sí de agradecer. Y, en general, ella es más activa y suele ir por delante. Pero no importa, porque tiene una espalda bonita, con ese lunar tan característico en el hombro izquierdo y la columna recta y bien marcada.

–No sé que les pasa… creo que hay poca luz en la ventana del dormitorio. ¿Qué es eso de qué demonios?

–¿Mmh?

–Siempre me han hecho gracia esas expresiones tuyas. Son como de doblaje de película, o algo así.

Qué demonios es una buena expresión, ¿no?

–Sí, sí… si eso te digo. Que me hace gracia. Eres un tipo peculiar.

–¿Peculiar?

–Sí, siempre lo has sido.

Un tipo peculiar… eso si que es de películas. Como en el Nido del Cuco… Peculiar, peculiar.

–Sí… Peculiar.

Él

Él

El sol entra distante por la ventana de la cocina, como un pollo perdido buscando a su mamá gallina. Pero, como todas las gallinas, todos los edificios del bloque son más o menos iguales, y el pobre pollo no sabe bien a dónde dirigirse. Debajo, ocho pisos por debajo, la mañana del domingo circula somnolienta en una furgoneta de reparto y se pierde por entre los periódicos y el pan. Es como una mañana de Reyes, pero sin cartones en los contenedores, bicicletas nuevas y coches teledirigidos. En los niños piensa él cuando apoya la frente en el vidrio. Luego queda una marca y trata de dibujar algo en ella, pero no sabe bien qué, y acaba haciendo tres rayas cruzadas. Las tres rayas cruzadas le recuerdan a un embrión de estrella o asterisco, y añade otras dos. La imagen que tiene en mente es la de la panorámica de la noche en el pueblecito de Gepetto que abre la película de Disney. Algo así quiere él. El texto es bueno, poético, incluso; ¿por qué a los niños no se les ha de dar derecho a la justicia poética? Antes va la estética que la ética. Por lo menos para un niño. Y ella lo sabe y por eso sus textos son tan buenos. Una escritora infantil tiene que haber leído a Saint-Exupéry, pero también a Dylan Thomas. Eso es lo que el crítico de la reseña no comprende. Y las
ilustraciones han de estar a la altura del texto. Cinco años colaborando juntos y siempre queda camino por andar. Cinco años durmiendo juntos y a veces parece que nunca encontrará el delineado apropiado para los textos de ella.

–¿Cómo sabes que es un hombre?

–¿Quién?

–El crítico

–¿No lo es?

–Sí

–Claro. ¿Cómo si no?

–Ya.

Puede ser una buena idea lo del cine –mientras lleva los geranios de vuelta a la ventana del dormitorio–, a él le vendrá bien. Tan inmerso en las ilustraciones. Nunca las considera a la altura, aunque ella sabe que son muy buenas. Pero él cree que se lo dice por complacerlo. Siempre ha tenido ese deje de docilidad. Es a la vez tierno e irritante. Y luego podrían bajar al centro a tomar algo. En realidad, ese afán de perfección hacia su trabajo no depende tanto de que esté a la altura del texto, sino de que esté a la altura de él mismo. Y de ese mismo afán de perfección resultan también esos comportamientos extravagantes, los cambios de humor, el odio visceral a un crítico sólo porque dice que tal vez los primeros libros de Dylan Thomas son poco profundos. Ahora lo oye ir hasta el salón y el ruido mecánico y como de autopista de la bandeja del reproductor deslizándose hacia fuera. Luego hacia dentro. Un piano que ella cree  reconocer rueda hasta el dormitorio.

–¿Qué es? ¿Chick Corea?– se asoma a la puerta del salón.

–¿Qué?– gira la cabeza hacia ella y chasquea los dedos de ambas manos.

–¿Qué es? ¿Chick Corea?– se apoya en el marco, como las mujeres de Leonard Cohen.

–Aha. Las Children’s Songs.

–Es luminoso. Vendrá bien para los geranios– hacia la cocina de nuevo.

–Sí, claro…

–¿Vamos al cine, entonces?

–Pues… no sé. Como quieras.

–¿Qué?

–Como quieras.

–No… como quieras tú.

–Pues oye, mejor no…

–¿No?– la cabeza morena aparece brillantemente por el marco, horizontal y cómica.

–No. Quiero ir a pasear yo solo… si no te importa…

–Claro… haz lo que quieras.

–Gracias– mascullado, pero la cabeza ya ha desaparecido, como una paloma en un sombrero.

Tulipanes

Los tulipanes

Vistas desde arriba, las botas tienen un aspecto extraño. Aparecen y desaparecen alternativamente, como dos intermitentes descompasados. No parece que avancen. Parece, más bien, que lo que se desplaza es la acera. El movimiento lo hace pensar en un metrónomo. Le gustaría aprender a tocar el piano. Con el dinero de la última publicación podrían plantearse el comprar uno a plazos. Uno de esos de pie, que parecen tostadoras o radios de otra época. Tendrá que hablarlo con ella. Tal vez le parezca buena idea. A lo mejor ella también quiere aprender. Luego podrían tocar piezas a cuatro manos. Sería como hacer el amor, pero podrían hacerlo delante de invitados. A él, por una parte, le gustaría aprender a tocar como Chico Marx en las películas. Uno de esos graciosos ragtimes haciendo monerías con las manos y poniendo caras. Eso la divertiría a ella, como una de las niñas que ponen siempre cerca del piano en esas escenas y que se mondan de risa. Pero, por otro lado, también querría hacer algo más serio. Improvisaciones y todo eso. Espera que ambas cosas no sean incompatibles. En cualquier caso, será autodidacta. No se ve con paciencia para aguantar a un profesional y los estudios de Chopin. Nunca le han gustado los profesionales en el arte. Él está más del lado del “rudo oficio” de Dylan Thomas. Lo que se pierde en técnica se gana en frescura, en idiolecto artístico. Se sorprende de haber inventado de forma tan espontánea un término tan apropiado como idiolecto artístico. A esa creatividad es a lo que se refiere. Eso no es profesional. En todo caso, el piano quedará bien en el salón.

En esta calle, unos pasos más adelante, hay una tiendita de flores y productos de jardinería. La dueña es una señora muy anciana que lo hace todo con una parsimonia desesperante. Es como si todo lo que hiciera lo hiciera acariciando. A él esto lo pone un poco de los nervios. Pero le gusta la tienda. Es pequeña y abigarrada de colores, olores y tacto de madera. Le recuerda a un cuadro impresionista, como si todo, flores, maderas y anciana fueran puntos de color. A  veces también le recuerda a Nueva Orleáns, aunque de esto no está seguro, porque nunca ha estado allí. En el fondo, no es otra cosa que una ilustración de Roberto Innocenti troquelada, o más bien arrugada. Todos los pequeños detalles fuera de su sitio, pero formando un conjunto coherente.

Entra y a los cinco minutos sale con un par de pequeñas patatas en una bolsa. Deben de ser más de las siete. El sol anaranjado oscila a poca altura de la calle. Hay una cabina en una plaza cercana. Llega allí mientras revuelve en el bolsillo del pantalón hasta que encuentra cincuenta céntimos. Son italianos y le da pena deshacerse de ellos. Finalmente descuelga, introduce la moneda y marca. Unos segundos y el teléfono digiere la moneda con un sonido de juguete roto. Sí, está solo. Tiene dos o tres horas. Lo que ella quiera. Donde siempre estará bien. Entrará ella primero, él llegará un cuarto de hora después. Bien. Hasta luego, entonces.

A través de la cortina amarillenta entra aún un poco de luz natural. Pero la habitación está en penumbra. Sentado en una silla de madera con un tapizado ridículo en el contexto de la habitación, la mira desnuda y larga en la cama. La cortina, movida por la brisa, hace que la poca luz baile sobre su cuerpo y lo haga cambiar de aspecto continuamente. Lo divierte verla ahí, tintineando como uno de esos móviles de piezas de metal que ponen a las puertas de algunos establecimientos.

–Me gusta el ambiente festivo de las noches del final de la primavera…

–¿Qué es eso? ¿Cebollas?

–O del principio del verano. Creo que es más bien eso.

–Sí; tienen algo de perfume y coñac en las terrazas.

–Vaya. Eso es poético.

–Lo siento.

–No son cebollas. Son tulipanes.

–¿Tulipanes?

–Bueno. Serán tulipanes, si ella los hace crecer.

–Parecen cebollas, o patatas.

–Ella dice que eso es lo bonito. Que de algo tan prosaico salga una flor.

–Tú la quieres mucho, ¿verdad?

–¿Cuál es tu flor favorita?

–No sé. La rosa, supongo. Como todas las chicas sin novio.

–Ya.

–Del uno al diez, ¿cómo la quieres?

–Del uno al diez es poco.

–¿Infinito?

–¿Infinito? No. Infinito no. No se puede querer nada hasta el infinito. Es como no quererlo siquiera.

–Bueno, ¿cómo entonces?

–Supongo que algo intermedio. Entre diez e infinito.

–Eso es mucho.

–Es suficiente. Quiero comprarme un piano.

–¿Para qué?

–Para aprender a tocar como Chico Marx.

–Pues cómpralo.

–Uno de esos pianos de pie, que son como tostadoras o radios antiguas.

–¿Ella qué opina?

–Aún no se lo he comentado. ¿Qué crees que dirá?

–Creo que dirá que sí. Podrá poner los tulipanes encima.

–Sí. No lo había visto así…

Por la ventana comienza a entrar el murmullo del “coñac en las terrazas” y un coche ronronea una dirección de vuelta a casa. Esto le hace pensar en la hora. Debe irse ya. Tiene algunas ideas para las ilustraciones y no quiere llegar demasiado tarde. No le gusta trabajar de noche. Está bien. Nos llamaremos. ¿Cómo van las ilustraciones? Bien, bien; saldrán adelante. Como siempre. ¡Como siempre! Se gira sobre la cama y exhibe la espalda recta y blanca. Él se levanta, la besa en el hombro izquierdo y se va.

Ella

Ella

A los diez minutos, se pone las bragas y va al cuarto de baño. Se sienta sobre la tapa del váter, y se encoge, abrazándose las rodillas. Puede verse en el espejo. Gira la cabeza, horizontal y cómica. ¡Un piano! ¿Dónde va a meter un piano? Se levanta y se dirige hacia el lavabo. Coge la alianza y se la coloca en el anular. Se apoya en la pileta y se mira fijamente los ojos azules. Tendrá que comprarse un libro sobre tulipanes, nunca los ha plantado. Pero un piano… Habrá que ceder. Arquea las cejas negras y todo lo que queda es una media sonrisa.

–Un tipo peculiar.

Joaquín Lameiro Tenreiro nació en A Coruña en 1982. Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidade da Coruña, en donde actualmente realiza su tesis doctoral y otros trabajos de investigación sobre las Vanguardias Históricas y la literatura hispanoamericana. Ha publicado poesía y relato breve en varias revistas y fanzines, en gallego y en español.

Lucía Torres Rosende (A Coruña, 1975) es Licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Granada.

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Ungern / Hungría

av Ola Nilsson

Traducido al español por Leonardo Rossiello

ungern

Taklampan med den gulröda skärmen av luddigt tyg sprider ett varmt sken över det lilla rummet.

På matbordets gråmelerade perstorp står en svart symaskin av märket Singer dekorerad med fina silverrankor.

Mamma pressar ned fotpedalen och hjälper igång maskinen genom att snurra på det lilla hjulet vid kortändan.

De grova sockarna sticks, men värmer skönt under fotsulorna där Odon står i dörren och ser på mamma.

Den krökta ryggen. Det framåtböjda huvudet. Den tjocka locken som dallrar över pannan. Fotens tryck mot pedalen. Armarnas snåla rörelser. Högerranden på hjulet. Vänsterhanden som styr tygstycket och som då och då, när maskinen stannat, viker upp en skedskaftsliknande liten spak så att nål och tråd lyfts upp från tyget.

Trygghet.

Han känner sig dåsig efter smörgåsarna och den varma chokladdrycken, men vill inte gå och lägga sig ännu.

Piratlappen över ena ögat är ett med köksfönstrets lacksvärta, med pilbågspilen som kommit från ingenstans och …

Barnen på gatan hade lekt rymmare och fasttagare.

Det var knappt att han funnits, där han stått bakom gardinen och drömt att han legat och kurat i rallarrosriset på grannens övervuxna jordhög.

Pilen som … Det drar åt i magen. Om det inte varit för den, hade också han …

Du får vänta till dess att doktorn sätter in ögonprotesen, säger mamma. Just det, instämmer pappa ibland barskt efter att ha stoppat och tänt pipan för att sedan fördjupa sig i PT, Piteå-tidningen. Odon tränger sig in mellan mors gröna pinnstol och den gråvita väggen. Ställer sig framför radioapparaten i hörnet.

Grappo kommer fram och sniffar. Han föser undan honom med foten. Men taxen ger sig inte. Då sparkar han honom i sidan så att han tjuter till. Mamma vänder sig om och ser frågande ned på hunden, sedan på honom. Han ler tillbaka.

Ur högtalaren strömmar sprakande rytmer, musik från Amerika.

Negermusik.

Negrernas kamp är vår, säger far.

Vilken kamp?

Våra toner. Förbjudna toner.

Han har inte kommit hem ännu. Dragspelskungen. Skall han komma? Vem vet. Vem bryr sig.

Det lyser svagt i apparatens rektangulära fönster. Med huvudet på sned studerar han de diagonalt tryckta orden och siffrorna över glaset. Svårstavade, magiska namn på fjärran städer och platser.

På var sin sida om radioapparaten sitter två svarta, refflade rattar.

Samtidigt som mor snurrar på symaskinens svänghjul, skruvar han på volymratten, leker med ljudstyrkan så att den glada, struttande musiken inte skall drunkna i det tågtuffande oljud som Singern ger ifrån sig.

Mamma tycks ingenting märka. Han undrar om hon vet att han står där snett bakom henne och hjälper henne att höra medan hon arbetar.

Plötsligt bryts sändningen. Mitt i ett trumpetsolo.

Den vita sytråden slits av med en liten smäll. Som när en tändsticka knäcks.

Mamma plockar fram en ny rulle från syskrinet, trycker fast den på tenen ovanpå symaskinen och träder tråden genom ett otal öglor och hakar, av vilka några sticker ut från dess sida likt små korkskruvar.

En mansröst talar. Rösten låter både bestämd och upphetsad. Fast mest bestämd, för den talar fint, som herrefolk enligt pappa. Ganska fort talar rösten. Ett meddelande. Någonting allvarligt har hänt.

Känslan av trygghet i mammas närhet är ändå stor där han står med handflatorna tryckta mot radioapparatens böjda överstycke och stirrar in i det matt upplysta fönstret. Från baksidan stiger en torr, stickande lukt av damm, syra och het metall. Med ett fast grepp om apparaten drar och trycker han sig fram och tillbaka över golvet med de sockbeklädda fötterna tätt ihop.

Skjuter ifrån och drar, medan radiorösten talar och talar, som kungen.

Det är krig i ett land som heter Ungern.

Senhösten är mörker och närhet och bortom det ännu ofullbordade, det som vill vara med och få en skärv av uppmärksamhet, lappar och fållar mamma oförtrutet sina byxor mot natten.

hungría

La lámpara del techo, con su pantalla de tela amarillenta y lanosa, ilumina con un cálido resplandor la pequeña habitación. Sobre la mesa de mica del comedor hay una máquina de coser marca Singer de color negro, decorada con finos arabescos plateados. Mamá presiona el pedal y ayuda la máquina a empezar haciendo girar la pequeña rueda del extremo corto.

Los calcetines gruesos pican, pero calientan maravillosamente las plantas cuando Oscar, de pie en la puerta, mira a mamá.

La espalda curvada. La cabeza inclinada hacia adelante. El rulo grueso que tiembla sobre la frente. La presión del pie sobre el pedal. Los breves movimientos de los brazos. La mano derecha en la rueda. La izquierda, que dirige la dirección de la tela y, en ocasiones, cuando se para la máquina, levanta una pequeña palanca que recuerda el mango de una cuchara, de modo que aguja e hilo se separan de la tela.

Seguridad.

Se siente somnoliento después de los bocadillos y del chocolate caliente, pero todavía no quiere irse a dormir. El parche de pirata en el ojo es uno con el negro de la ventana de la cocina; la flecha que había surgido de la nada y…

Los niños de la calle habían jugado a Ladrón y Policía.

Era increíble que él hubiera estado, ahí, detrás de la cortina, que hubiera soñado que estaba escondido, yaciente, acechante entre el alto pastizal y los arbustos del montículo de tierra del vecino.

La flecha que… Tirones en el estómago. Si no fuera por eso, también él habría…

Debes esperar hasta que el médico te ponga la prótesis ocular, dice mamá. Sí, eso, apoya papá con dureza, después de haber cargado y encendido la pipa, para luego sumergirse en la lectura del diario. A veces, en cambio, se paraba frente a la ventana y miraba para afuera, esperando la comida o cualquier otra cosa.

Oscar se mete entre la silla verde de la madre y la pared de color blanco grisáceo, frente al aparato de radio en el rincón.

Grapo se acerca y huele; Oscar lo echa con el pie. Pero el perro no se rinde y entonces él le da una patada en el costado que lo hace aullar. Mamá se da la vuelta y mira inquisitivamente al perro, y luego a él, que le sonríe.

Desde el altavoz se escurren ritmos chisporroteantes, música de América.

De negros.

La lucha de los negros es la nuestra, dice el padre.

¿Qué lucha?

Nuestras melodías. Las prohibidas.

Todavía no ha vuelto a casa, el rey del acordeón. ¿Vendrá? Quién sabe. A quién le importa.

La pequeña ventana rectangular del aparato está tenuemente iluminada. Con la cabeza inclinada hacia un lado, Oscar estudia las palabras y los números impresos en diagonal sobre el vidrio. Nombres mágicos, difíciles de deletrear; nombres de ciudades y lugares remotos. A cada lado de la radio hay dos ruedas negras estriadas.

Mientras la madre hace girar la rueda de la máquina de coser él hace girar la perilla del volumen y juega con el control del sonido de manera que la alegre música pueda seguir pavoneándose sin que la ahogue el ruido de locomotora de la Singer.

Mamá no parece darse cuenta de nada. Él se pregunta si sabe que él se encuentra justo detrás de ella y la ayuda a escuchar mientras trabaja.

De pronto se interrumpe la transmisión. Justo en medio de un solo de trompeta.

El hilo de coser blanco se rompe con una pequeña explosión. Como cuando se parte una cerilla.

Mamá toma un nuevo rollo del cofre de la costura, lo oprime en el sujetador de la máquina y enhebra el hilo a través de una serie de orificios y ganchos, de los cuales algunos sobresalen del costado, semejantes a pequeños sacacorchos.

Habla una voz de hombre que suena decidida y excitada al mismo tiempo. Aunque más decidida, porque habla muy bien, como un señor, según papá. Habla bastante rápido, la voz. Un mensaje. Algo grave ha sucedido.

La sensación de seguridad en la proximidad de mamá es todavía grande cuando está de pie con sus manos apretadas contra el dintel curvo de la radio, mirando la ventana mate iluminada. De la parte trasera del aparato se levanta un olor a polvo, ácido y metal caliente. Con un firme control lo jala hacia atrás y lo empuja adelante sobre el suelo, con los pies juntos, enfundados en los calcetines de lana.

Lo mueve para atrás y para adelante, mientras que la voz de la radio habla y habla, como el rey.

Hay guerra en un país llamado Hungría.

El final del otoño es oscuridad y cercanía, y más allá de lo aún inconcluso, de lo que quiere participar y lograr un poco de atención, mamá emparcha y cose incansablemente sus pantalones en la noche.

Ola F. Nilsson, född 1946 i norra Sverige. Som student vid Uppsala universitet under 70-talet, språk- och samhällsvetenskap, debuterade han med novellsamlingen Odjuret 1979. Därefter följde novellsamlingen Fara vilse 1983 och 1989 romanen Hundars vargar. 1997 publicerades romanerna Himmelshöjd och avgrundsdjup samt Torsdagsmördaren. 2002 landade novellsamlingen Jätten på bokhandelns diskar. 2007 var det dags för novellsamlingen Artur under kepsen och 2008 såg romanen Fader vår dagens ljus. Därutöver verkar Nilsson idag, efter en lång gärning som högstadielärare, även som översättare och mentor åt blivande författare.

Ola F. Nilsson nació en 1946 en el norte de Suecia. Siendo estudiante en la Universidad de Uppsala, donde estudió Lenguas y Ciencias Sociales, debutó en 1979 con la colección de cuentos Odjuret (El monstruo). En 1982 siguió otra colección de relatos, Fara vilse (Perderse) y en 1989 la novela Hundars vargar (Los lobos de los perros). En 1997 se publicaron sus novelas Himmelshöjd och avgrundsdjup (Alturas celestiales y abismos) y Torsdagsmördaren (El asesino de los jueves). En 2002 apareció en librerías su colección de cuentos Jätten (El gigante). En 2007 fue el turno de una nueva colección de cuentos, Artur under kepsen (Arturo bajo la gorra) y en 2008 vio la luz su por ahora última novela, Fader vår (Padre nuestro). Desde entonces y tras una larga carrera como profesor de liceo, Ola Nilsson trabaja como traductor y mentor de futuros escritores.

Leonardo Rossiello Ramírez (Montevideo, 1953) es profesor e investigador universitario en Suecia y autor de obras narrativas, teatrales y de poesía. Ha recibido premios nacionales de literatura en dos ocasiones y galardones internacionales, como el Premio Juan Rulfo de cuento otorgado por La Maison de l’Amérique latine de París y el de novela corta Álvaro Cepeda Samudio, en Colombia.

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en el metro

por Diego Mariño Sánchez

Liberado de todo eso (ya sabes), abierto a la fuerza por una
ventana en mi frente, sin nada a lo que agarrarme, cogido por
sorpresa por un viento borracho, sacado como una fotografía,
me siento tres minutos contados al borde de los raíles.

Monedas. Resaca marina. Tacones. Murmullos acentuados.
Pitidos.

La banda sonora es la de otras veces, pero faltan las imágenes.
Se han perdido como astronautas. Como astronautas. Las
estaciones despiden a oscuras a los viajeros, que pasan
perforando el negro con sus entrecejos erectos. Nuevos
túneles se hacen presentes, y nos deslizamos como deseos
por sus curvas. Las fotos, a penas iluminadas, forman paredes
que, según ciertos teóricos, podríamos atravesar. Al mirarlas
se revelan otras tras ellas, nuevas, seductoras como flashes
que nos ciegan y nos abren los ojos.

En el último piso, al fondo de todo, se apiña un abigarrado
ganado que pisotea la mirada, despedazándola en perfiles
de mejilla ardiente, venas de muñeca hinchada, uña reluciente
o sucia, pelo, pelo, piel, granos, grasa. Y la banda sonora que
vuelve…

el crujido irregular y escalonado de las hojas de periódico, el
bramar del metro –animal suelto en la oscuridad salvaje–, el
murmullo gangoso de las conversaciones, la percusión de los
baches.

Ya no tengo instrumentos para confirmar dónde me
encuentro o para recordar. El calor del interior, apenas
turbado por una brisa estacional y cronometrada, sumerge
los vagones del día en una olla soporífera. Brotes de memoria
emergen como burbujas turgentes, que estallan al momento y
apenas dejan una alusión indirecta a colonia barata en el
ambiente.

Todas tus emociones juntas no valen más que este instante
único (la brisa). Tu colección de banderas imperiales
cubiertas artificialmente de polvo tampoco. No lo pienses
más, todo esto se acabará pronto (ya sabes).

Diego Mariño Sánchez (Melide, 1979), doctor en Historia por la Universidad de Santiago (2007) con la tesis Historiografía de Dioniso, publicada por la USC. En proceso de publicación de la obra Injertando a Dioniso (edit. Akal). Co-autor de la película Diegos Gedichte (Os poemas de Diego), presentada en el CGAI en Octubre del 2007. Autor de los poemarios inéditos: pausas, depresión y poemas de los 30 años. Actualmente profesor de Historia en el Colegio Obradoiro (A Coruña) y guía oficial de turismo de Galicia.

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El hombre inopinante

por Joaquín Lameiro Tenreiro

A los cincuenta y dos años se percató de lo inoportuno de la opinión. Para empezar, tener una opinión fomenta el entrar en controversia con otras opiniones, ya sea de forma expresa o implícita y, continuamente, tener que actualizar y reformular uno la propia opinión, también expresa o implícitamente. Además, es común consideración el que una opinión, para serlo, debe ser expresada. Esto implica aún mayores contrariedades, pues no solo debemos escuchar las opiniones de los demás sino que –por si esto no fuera ya suficientemente engorroso– se espera de nosotros que aportemos la nuestra, y lo que es más, que la sostengamos. Así que, a los cincuenta y dos años, cansado de malentendidos, discusiones, rencillas y reyertas, decidió erradicar de sí mismo y para siempre el vicio de opinar.
Sus primeras medidas fueron, hemos de reconocerlo, inocentes; poco radicales y por tanto nada efectivas. En un principio, partiendo de la infantil creencia de que la opinión se fomenta por medio de determinados hábitos, dejó de leer. Ni novelas, ni poesías, ni ensayos, ni, por supuesto, periódicos. También abandonó los cines, los teatros y los estadios de fútbol –estos últimos, donde las opiniones están tan a flor de piel, llegaron a resultarle tan sumamente intolerables, que incluso evitaba sus cercanías, y no salía de casa los días de partido–. Con la televisión hubo más observancias. Durante un tiempo consideró una buena cura de embrutecimiento los late-night, y fue asiduo de algunos de ellos. Pero pronto se dio cuenta de que, lejos de lo que la autoridad moral pretendía hacer creer, aquellos programas eran un auténtico hervidero de opinión… eran la olla exprés de lo opinable. Así que finalmente se decantó por no ver la televisión tampoco y, si no la tiró al contenedor de la esquina de su calle, fue por deferencia a su esposa.
Sin embargo, estos intentos de apartarse de las fuentes de opinión institucionales pronto se revelaron a todas luces insuficientes, pues seguía forjándose opiniones constantemente: por la calle, cuando una madre regañaba a su hijo, cuando una pareja de adolescentes discutían o incluso cuando un joven ejecutivo sobradamente preparado vociferaba por el móvil más de lo que su corbata se lo permitía, no podía evitar posicionarse.
Así las cosas, se resolvió por no salir de casa y, a ser posible, de su cuarto, a no ser que fuera estrictamente necesario. Volvía tarde del instituto para poder comer a deshora y solo, y el tiempo que necesitaba perder con este fin lo empleaba con el sector más conservador del profesorado, con el que nunca antes se había llevado, pero que resultó ser de gran ayuda en su propósito, pues no parecían sus integrantes interesados en inculcarle sus opiniones, ni mucho menos en recibir alguna de él, al tiempo que se mostraban satisfechos de que a su nuevo compañero se le hubiera dado por ejercer inexorablemente el voto en blanco en todo tipo de asambleas y reuniones, ejercicio que, por lo demás, era a un tiempo democrático y reivindicativo. Él, por supuesto, no se metía a opinar sobre aquello.
Llegó un momento en el que consiguió evitar incluso el mínimo indicio de opinión en las aulas. Se limitaba a repetir, clase tras clase, lo que otros antes que él habían dicho, sin opinar siquiera sobre el criterio de autoridad, pues, como no era jefe de seminario, los textos y temarios le venían impuestos y descubrió que esto, que tiempo atrás le pareciera fastidioso, se volvía ahora en un gran provecho para su proyecto. Más difícil le resultó conseguir que los propios alumnos, jóvenes e inexpertos en eso de la opinión, lo dejasen de importunar con continuas opiniones o, lo que era más grave, solicitándole la suya propia. Pero a base de repetir una y otra vez las mismas respuestas, extraídas del libro de respuestas para el profesor, hasta los alumnos más tediosamente curiosos se dieron por vencidos, y él se salió con la suya.
Fue entonces feliz, pues ya no solo no opinaba como ejercicio, sino que, fruto de este ejercicio reiterado de forma ascética durante varios años consiguió anular casi por completo –o por completo– el instinto mismo de opinar.
Pero, como suele suceder, cuando uno se las promete más felices, empiezan a llover los problemas. Todo comenzó un día en que su esposa, pensando erradamente que su marido ya no la quería, probablemente por el mero hecho de haberle él retirado la palabra durante los últimos dos años, hasta el punto que había dejado de roncar por evitar cualquier matiz de opinión que pudiera escapársele en un estado tan traicionero para esas cosas como lo es el sueño, decidió pedir el divorcio. Su marido, obviamente, no tuvo nada que opinar al respecto, si bien para sus adentros se incomodó un tanto, porque era evidente que durante la vista, por activa o por pasiva, algo tendría que opinar. Pero resolvió el inconveniente con la gracia que otorga la experiencia y, en menos de dos meses, vivía en una pensión austera, con la ventaja añadida de que comía de rancho, y no tenía así que elegir primer plato, segundo plato y postre cada día, en uno de esos pequeños resquicios de la opinión que hasta entonces le habían quedado sin tapar, y que, por temporadas, lo había torturado enormemente.
No contentos con el problema del divorcio, sus antiguos amigos –los de izquierdas– comenzaron a creer, llevados por el hábito malsano de opinar, que su compañero había caído en una depresión. Evidentemente no podían estar más lejos de la realidad, pero él, como profanos que eran, no los culpó (evitando así formarse cualquier viso de opinión) y no puso trabas en pedir un mes de baja, que pasó a ser un año, para finalmente convertirse en una jubilación anticipada.
Si hubiera tenido opinión nuestro hombre, se habría dado cuenta de que, en el fondo, la idea de sus amigos había resultado bien, pues ahora, solo y sin nada que hacer, podía por fin dedicarse en cuerpo y alma a lo que se convirtió en su única labor: evitar la opinión.
A fuerza de perseverar en su investigación sobre las formas últimas de opinión, comenzó a obsesionarse con el hecho indudable de que toda elección es reflejo de una opinión y que, por mucho que lo intentase, no podía dejar de elegir a todas horas: qué guisante dejar para el final, qué ropa ponerse –o, el más difícil todavía, que ropa no ponerse–, qué parte del cuerpo lavarse primero, con qué pie levantarse… Poco a poco toda esta avalancha de decisiones ineludibles acabó por desbordarlo.

Cuando la encargada de la pensión se lo encontró desnudo, esquelético, con la mirada perdida, encogido en una esquina del cuarto, decidió llamar a la familia.

A la semana el papeleo estaba resuelto y él era el honorable usufructuario de una plaza en el mejor asilo de la ciudad, donde lo lavaban, lo vestían, le daban de comer y, sobre todo, jamás, jamás, le preguntaron u ofrecieron opinión alguna.

Pasó así unos años, bastantes, en los que su vida se limitó a la contemplación de los árboles del patio, sin atreverse nunca a pensar si ellos tendrían menos opinión que él, por miedo a ponerse a opinar allí mismo. Murió a los noventa y nueve años de edad, en una silla de ruedas, siendo el hombre más feliz y más inopinante de la historia conocida.

Joaquín Lameiro Tenreiro nació en A Coruña en 1982. Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidade da Coruña, en donde actualmente realiza su tesis doctoral y otros trabajos de investigación sobre las Vanguardias Históricas y la literatura hispanoamericana. Ha publicado poesía y relato breve en varias revistas y fanzines, en gallego y en español.

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las canciones que nos desconciertan

por Diego Mariño Sánchez

a Fernando Vales

¿Por dónde se va al centro? Dudas tirantes
agarran por las extremidades al X. Mi
conciencia se dilata y de pronto es pequeña
como un piojo ¿Qué sentido tiene todo esto?
Te pido por dios que me des un beso. La soledad
me ha convertido en un desierto. Vacío, sin
contenido, asciendo como el calor –vibrante– para
volver –húmedo– a precipitarme sobre la arena
ardiente. Tumba y cielo. Cielo y tumba. Tumbas
de mis XX . Tumbas bautismales para mis
glóbulos oculares tejidos en púrpura y oro. Tumbas
ovaladas para mis pensamientos. Ruinas
y edificios de nueva planta. Mi cuerpo plagado de
bancos!? Plantaciones eléctricas!? Sigo preguntando
por el centro, pero no hay ningún nativo por aquí,
a causa de la X. Sigo sin entenderlo, me siento
como un X al que generaciones de
pájaros devoran lentamente, un cachito cada nueva
primavera (¡amapolas! ¡las praderas!). Debí
eludir la cuestión tirando hacia algún barrio en la
periferia, en la zona 4 (o incluso en la 5). Pero es que me
duele en serio (¿¡cuánto falta!?). Las calles se han
convertido en cacas alargadas, tengo los ojos pringados
y tú también. Y los dos brazos, marcados como un yonqui.
Pásame la chisma esa. Jolifántame. Aforúncame.
Reconténteme. Larúlame. Atruípame. Terjúndiame.
Pintrúlcame. Cagadas como dédalos entre tus piernas,
rubia. Dame mi dosis de X por hoy. Súbete.
Atravesemos juntos los barrios de la perdición, armados
tan sólo de imaginación y del número de un tal
“Rambo” (today available). Sigamos moviéndonos
hacia las extremidades del X. Bajando
los 196 escalones en espiral. Dejando que los andenes
se nos abran como heridas de mortero en nuestras paredes
color carne. Mortero de la última guerra mundial (la septuagésimonovena) esculpiendo el paisaje de nuestras emociones ¿¡Qué va a ser de X!?
¿¡Qué va a ser de X!?

Diego Mariño Sánchez (Melide, 1979), doctor en Historia por la Universidad de Santiago (2007) con la tesis Historiografía de Dioniso, publicada por la USC. En proceso de publicación de la obra Injertando a Dioniso (edit. Akal). Co-autor de la película Diegos Gedichte (Os poemas de Diego), presentada en el CGAI en Octubre del 2007. Autor de los poemarios inéditos: pausas, depresión y poemas de los 30 años. Actualmente profesor de Historia en el Colegio Obradoiro (A Coruña) y guía oficial de turismo de Galicia.

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publicación

por Diego Mariño Sánchez

a A.

Él se ha acostado
sobre mi cama, se
ha quitado –ayudándose
del dedo gordo
del otro pie– el
calcetín de rombos rojos
que le restaba,
se ha restregado
la espalda
contra el colchón
buscando la postura
y se ha tirado un pedo.

Diego Mariño Sánchez (Melide, 1979), doctor en Historia por la Universidad de Santiago (2007) con la tesis Historiografía de Dioniso, publicada por la USC. En proceso de publicación de la obra Injertando a Dioniso (edit. Akal). Co-autor de la película Diegos Gedichte (Os poemas de Diego), presentada en el CGAI en Octubre del 2007. Autor de los poemarios inéditos: pausas, depresión y poemas de los 30 años. Actualmente profesor de Historia en el Colegio Obradoiro (A Coruña) y guía oficial de turismo de Galicia.

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Tributo de la sombra (II)

por Gustavo Lespada (texto) y Pablo Schröder (fotografía)

El poeta Gustavo Lespada y el fotógrafo Pablo Schröder nos ofrecen un avance del proyecto en el que trabajan de modo paralelo, Tributo de la sombra, que se publicará próximamente en forma de libro. A lo largo de estos meses, HORIZONTAL publicará en primicia algunos de los textos y fotografías que componen el volumen. | Ver otros avances de Tributo de la sombra

insomnio (fantasmas de los nombres)

un aliento
un susurro se escurre
como un trapo por mi cara
despierto
a la premura del llamado:
sé que en algún lugar
se han movido unos labios
con mi nombre
y otro nombre
se desata silencioso en mis labios

(para qué abrir los ojos, otra mirada es
la que te sabe
tiritando
a los pies de la cama)

no voy
no vienes
no vamos al plural aunque la nada
se pueble de nosotros.

aún no son las cuatro
y la noche no habla, sólo
hunde sus raíces en la ausencia:
es honesta la noche, honesta e implacable.

si el bosque es el lugar donde el afuera
es adentro, así la noche ofrenda la presencia
de lo que ya no es, de lo que nunca:

nunca la nada tuvo tanto peso.

y sé que fatalmente ha de venir el día
con todas sus irrefutables mentiras,
sus certezas vulgares, sus tijeras
a podarme los sueños
como un seto.

Insomnio por Pablo Schröder

Gustavo Lespada, doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA), es autor de Carencia y Literatura. El procedimiento narrativo de Felisberto Hernández (ensayo, 2013, en imprenta); Las palabras y lo inefable (ensayo, 2012); Naufragio, (poesía, 2005), Esa promiscua escritura, (ensayo, 2002), e Hilo de Ariadna, (poesía, 1999), además de antologías y numerosas publicaciones en revistas especializadas. Obtuvo el Premio Juan Rulfo 2003 y un premio de la Academia Nacional de Letras del Uruguay en 1997, entre otras distinciones.

Pablo Schröder es egresado en Fotografía Profesional por «La Nueva Escuela» de Buenos Aires (2007), ha estudiado Fotoperiodismo en la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (2008-2009) y Dirección de Fotografía en el S.I.C.A. (2010-2011). Ha recibido el 5º premio en el IX concurso «Gente de mi ciudad» del Banco Ciudad de Buenos Aires (2008) y una mención en el concurso de FEI «Los niños en su ambiente» (2012). Ha participado en la muestra Hotel de Inmigrantes en Santa Fe y en el propio Museo Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires en 2010. En 2012 presentó su muestra individual Cicatrices en el Centro de Lectura y Transmisión Ciudad de Buenos Aires.

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