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LA MERCANTILIZACIÓN DEL ARTE EN LA ACTUALIDAD: GLOBALIZACIÓN, INTERNET E INDOLENCIA SOCIAL

Sonia Rico Alonso

 

En el mundo actual, caracterizado más que nunca por el fenómeno de la globalización, el papel del arte y del artista plantea problemas a la hora de establecer su ubicación dentro del marco social. En este artículo, pretendemos reubicar al artista y desentrañar su función y la del arte en la época actual, es decir, dentro de un marco exageradamente capitalista. Por otra parte, trataremos la manera en que este sistema afecta y manipula la mentalidad del individuo, dentro de un mundo configurado como un gran mercado global.

El paso del siglo XIX al XX supuso un cambio sustancial en lo que se refiere al arte y a la teorización acerca de ella. Así, la llegada de la fotografía y del cine supusieron la consagración de lo que Walter Benjamin denominaría la época de la reproductibilidad técnica1. Con ello, la máquina se consolida, en detrimento del artista, y la obra de arte pierde su unicidad (se puede reproducir infinitamente). Además, se producen dos hechos fundamentales: por una parte, la obra pierde parte de su función estética, tal y como había prevalecido anteriormente, para desempeñar, sobre todo, una función política, lo que en su extremo provocará la estetización de la política, en el caso del fascismo, a la vez que la politización del arte, en el caso comunista; por otra parte, el receptor del arte deja de ser exclusivo, para convertirse en un público masivo, lo que convertirá a la obra de arte en un objeto de consumo de masas.

Dejando estas consideraciones teóricas, nos centraremos, sobre todo, en la segunda de ellas, fundamental en la actualidad. Así, el arte ya no pertenece a una élite, ya no es un arte para minorías, como diría Ortega2, sino que está completamente presente en la vida cotidiana y, lo que es más importante, en todas las clases sociales, en mayor o menor medida. Así, cualquier ciudadano de a pie puede ir al cine o al teatro, leer un libro, escuchar música, ver una película o visitar un museo. Estas actividades se han convertido en cotidianas para la inmensa mayoría de los habitantes de países desarrollados, lo que refleja que el arte ha inundado nuestras vidas hasta un punto en que se ha convertido en algo frecuente o, lo que es lo mismo, en un hábito. No olvidemos que la mayoría de las actividades mencionadas, por no decir todas, podrían integrar cualquier lista de aficiones de un ciudadano corriente.

Esta ampliación del público receptor y la rápida expansión de las manifestaciones artísticas, fruto de los avances tecnológicos y de la globalización en un marco de exacerbado capitalismo, provoca, en primer lugar, que la obra artística pase a verse fundamentalmente como producto y, por tanto, como objeto de consumo; y, en segundo lugar y consecuencia de ello, que la obra de arte pierda esa “aura” que llamaba Benjamin, de tal modo, que se desplaza el término “obra de arte” por el de “objeto de consumo”, a la vez que se difumina la figura del artista. Así, si la obra ya no es percibida como manifestación artística, el artista se convierte en mero productor, se elimina el supuesto genio creador, llamémosle talento o don, y de él solo importa el producto, que rápidamente se expande y se consume vorazmente. Una vez que la obra entra en el mercado de las masas, el autor se encuentra intensamente minado. Evidentemente, el hecho de que “El Guernica” esté en el Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía y, por tanto, a la vista de cualquier ciudadano, no elimina la figura de Picasso; de la misma manera que todos reconocemos a Frank Lloyd Wright si vemos la “Casa de la Cascada”, por poner dos ejemplos paradigmáticos del arte contemporáneo. Sin embargo, el fenómeno que hemos descrito se observa fácilmente en aquellas artes en las que la tecnología permite la reproductibilidad de sus manifestaciones, véase el cine o la música:

El fenómeno de la piratería es una muestra significativa de ello. Hoy en día, gracias a Internet, toda la población con acceso puede compartir y descargar archivos con y de cualquier ciudadano del mundo. Internet y su expansión social han dado el paso definitivo en el fenómeno de la globalización hasta tal punto que cualquier persona de cualquier lugar puede contactar con cualquier otro individuo o enterarse de lo que sucede en la otra punta del globo y todo ello en cuestión de segundos. Con ello, se amplían considerablemente las posibilidades de recepción, a la vez que la facilidad del artista para promocionar su obra. Sin embargo, el fenómeno trae, también, consecuencias negativas, ya que, si todo constituye en realidad un gran entramado de relaciones, en última instancia, un gran mercado, la obra artística recae, como dijimos, en una visión como producto consumible, del mismo modo que un par de zapatos o un saco de patatas. El arte y la cultura, hoy en día, han pasado a formar parte de un catálogo de objetos disponibles para su adquisición, mientras que Internet se ha convertido en un gran mercado de productos. Por otra parte, Internet constituye un gran mercado de capital ideológico: todas las opiniones son válidas y cualquiera puede opinar lo que crea sobre lo que quiera.

La noción de libertad absoluta que reina en Internet se ha trasladado a sus productos y, en concreto, a aquellos cuyo soporte no es físico, como los mencionados cine o música. Es decir, tanto el cine como la música no constituyen en sí mismos un objeto físico, como podría ser un cuadro pictórico o una escultura. Ambas artes necesitan ser reproducidas, excluyendo, claro está, la música en directo. Una película es imagen y sonido, algo no material y que ha de recogerse en un soporte físico que permita su reproducción, del mismo modo que una compositor actual es grabado en un estudio para que su obra inmaterial pueda llegar al público de masas, si no, la comercialización de la obra sería prácticamente inviable. La tecnología, además, no solo permite la plasmación en soporte físico, sino también su “subida” a la red mundial, a Internet, para el que la libertad constituye uno de sus enclaves ideológicos. Por otra parte, la cultura desde el siglo XX, aunque con precedentes desde el siglo XVIII, siempre se ha visto como un bien imprescindible para toda la población y, por tanto, debe estar al alcance de todos. En el momento en el que el arte abandona su función estética, para ejercer una función política, en el sentido de que el arte se instrumentaliza y se pone al servicio del hombre, el arte, que integra el sistema cultural, pasa a formar parte del gran mercado que supone la cultura, es decir, la superestructura cultural e ideológica de que hablaba Marx y, por tanto, sometida a la estructura económica. La asociación, pues, es bastante clara: si Internet permite la compartición de archivos y opiniones libremente y, por otra parte, la cultura es un bien de todos, que debe estar al alcance de todos, el arte, que integra lo que denominamos cultura, también debe estar disponible a todas las personas y, ya que Internet permite la difusión inmediata y general de la cultura, el arte, en consecuencia, ha ser libre y, en el último extremo, gratuito.

Desde luego, el proceso no es tan simple como lo hemos descrito en el párrafo anterior. Se trata de una asociación máxima, llevada a su punto extremo, pero, en cualquier caso, lo que queremos destacar es que, ya que la época en la que vivimos ha supuesto la creación de las masas y el matrimonio entre la cultura y el grueso de la sociedad, el arte, por integrar el sistema cultural, ha de estar también al alcance de todos. No obstante, el propio sistema proporciona el contrapunto: si, como hemos dicho, la obra de arte se concibe fundamentalmente como producto y el artista como productor, es necesario que el artista obtenga beneficio del producto que saca al mercado, lo cual se opone a la gratuidad del arte. Es decir, si en realidad todo es un gran mercado, la obra de arte ha de comprarse y ha de generar beneficios para su creador. Así, la piratería supone eliminar la figura del productor y quedarse únicamente con el producto, hecho que no se mantiene, por la propia configuración del sistema. Ser artista se ha consolidado a lo largo del siglo XX como profesión, lo cual implica que esas personas han de recibir algo a cambio de lo que ofrecen, aunque la utilidad de sus productos no se vea tan clara, como la utilidad de un frigorífico, por poner un ejemplo simplista.

El artista, más que nunca, desempeña una importante labor social, está comprometido con el mundo en que vive o, si no se compromete, refleja al menos el rechazo a ese mundo. Arte y contexto socio-político desde el siglo XX han ido íntimamente relacionados, ya que los acontecimientos históricos han provocado esa unión, en la que el arte se configura como un instrumento para cambiar el mundo o en lugar de evasión de un mundo opresivo. En general, el artista tiene una ideología que transmite a través de su obra, es decir, ofrece capital cultural y/o ideológico al mercado, además de un producto meramente físico, sea libro, cedé o película, del cual se benefician más los intermediarios de la relación comercial que el propio artista, en muchas ocasiones. En cualquier caso, es necesario que el artista obtenga por lo que ofrece, de la misma manera que no dudamos en pagar por un ordenador o, mejor aún por su inmaterialidad, por la defensa de un abogado en un juicio. Proponiendo un ejemplo simplón en el que recordemos la época de nuestros estudios, nadie que asista regularmente a clase y se tome su trabajo en serio (el artista) querría, después del esfuerzo que supusieron los trabajos, los exámenes y los apuntes (la obra de arte), que al día siguiente, por no decir, el mismo día, la facultad entera (el mundo) los tuviera a su disposición para hacer con ellos lo que quisiera, sea verlos, leerlos, usarlos para lucrarse, modificarlos, etc.

Dicho esto, no debemos apartarnos de la realidad actual. Es cierto, según lo que hemos defendido, que el arte debe ser recompensado económicamente para que su creación, difusión y recepción puedan continuar, pero este hecho no legitima que el valor económico sea el que le apetezca a quien coloca el producto en el mercado, que, como sabemos, la mayoría de las veces, no es el propio artista, sino todos los intermediarios (compañías discográficas, productoras, editoriales, etc.). Así, fruto de un capitalismo extremo, que nos ha llevado a una crisis general y de amplísimo calado a nivel mundial, los precios de los objetos culturales son extraordinariamente desproporcionados. De modo que, si enfrentamos a una sociedad que cree que la cultura ha de ser accesible para todos, en concreto, la juventud, contra un sistema que explota al consumidor y lo somete a unos precios desorbitados, el consumidor opta por hacer uso de la piratería, que le permite acceder al objeto no solo al instante, sino gratuitamente, en lugar de pagar ocho euros por ver una película en un cine convencional, por poner un ejemplo. No consideramos cierto, por tanto, que la sociedad quiera ser “pirata”, es decir, quiera “robar” a los creadores intencionadamente, sino todo lo contrario, se trata de una consecuencia del sistema, como reacción contra él. En general, todos nosotros o al menos la gran mayoría, pagaríamos por ver una película en el cine si valiese tres euros, como sucede en muchos cines alternativos y polvorientos y que, evidentemente, no pueden permitirse reproducir los últimos filmes por el alto coste que supone. La mayoría de nosotros compraríamos cedés si, en lugar de veinte euros, nos valiesen cinco, no solo por la emoción de un original, sino por las ventajas que suele ofrecer (diseño, libreto, extras, etc.). Es decir, no incurrimos en un delito con la intención de robar, sino que lo hacemos porque la otra opción es inviable y, aún cuando nos la podemos permitir, resulta injusta y desproporcionada y, además, solo acrecienta el poderío y los beneficios de grandes multinacionales, cuyo único objetivo es seguir generando más riqueza.

Partiendo, pues, de que, por una parte, es necesario que el artista obtenga un beneficio de su obra y que, por otra, el consumidor debe poder tener acceso económico a ese material, es necesario establecer un equilibrio entre la ganancia y el precio, para que el propio sistema no colapse. Así, plataformas como Spotify, en la cual, por un módico precio mensual puedes acceder a una vasta biblioteca musical, se convierten en recursos completamente válidos y exigidos por los consumidores. Además, este tipo de sistemas demuestran, como mencionamos, que el consumidor, en general, sí está dispuesto a pagar el precio del producto, los denominados “derechos de autor”, siempre y cuando estos sean razonables y proporcionados: Spotify cuenta con miles de usuarios que pagan su cuota mensual, ya que proporciona muchas ventajas con respecto a su uso gratuito, y sus precios son “normales”. Lo mismo podríamos decir de iTunes u otro tipo de programas, que muestran la necesidad de crear algo similar para el cine o la televisión, ya que, si no se produce un cambio, el sistema acabará siendo insostenible.

Por otra parte, esta sociedad actual, global e interconectada, ha modificado enormemente la capacidad crítica del ser humano. Internet y las posibilidades que ofrece han generado una mentalidad, a la vez que una necesidad, parafraseada en el aquí y el ahora, es decir, toda la información posible está al alcance de la mano a través de un ordenador, un móvil o una televisión. Nuestra sociedad del bienestar, todavía persistente, ha generado un aplatanamiento total de la sociedad, en concreto, de la juventud. Los jóvenes hemos nacido con las cosas ya hechas, al menos las más inmediatas. Por otra parte, tenemos acceso a todo en cualquier momento y lugar, gracias a Internet. Se ha creado, así, una generación de indolentes, de tal modo que, por poner un ejemplo reciente, el cierre de una página web como Megaupload, que, al fin y al cabo, te permite obtener ilegalmente (si no pagas por su versión premium) series, películas y música, cómodamente desde tu sofá, entre otras cosas y simplificando, crea muchísimo más revuelo, indignación y manifestaciones de protesta y rechazo que la explotación de los bancos, la agudización de la pobreza en África, el cambio climático, el abuso de las farmacéuticas o la corrupción generalizada en las instituciones públicas. El día en que se cerró Megaupload, la noticia y los miles de tweets que protestaban y gritaban “censura” no solo salieron prácticamente al mismo segundo, sino que, en una noche, se produjo un colapso mundial y medio mundo se manifestó indignado ante el cierre de dicha web, web con la que su creador también se estaba lucrando en un grado bastante excesivo, cual empresario… En cualquier caso, lo que importa destacar es qué clase de insensibilidad y de prioridades hemos generado en el mundo en que vivimos, sistema que hemos creado nosotros, pero que ha acabado por dominarnos, convirtiéndonos en sus peleles, hemos creado un monstruo, pues. La mayor parte con acceso a internet clama “censura”, porque ya no puede descargar su serie favorita para verla en sus ratos libres, perdonad, amigos, censura es lo que existe cuando en un periódico solo se nos cuentan las verdades a medias o, incluso, falsedades, porque a un gobierno no le interesa y teme que se sepa determinada información, censura es que en muchos estados no se pueda acceder a determinados contenidos por cuestiones de religión o de ideología; eso sí es censura. Lo demás es quejarse de vicio, costumbre de una generación que lo tiene todo al alcance de la mano y que, ahora, por el motivo que sea, ya no es tan sencillo de conseguir.

Parece que la sociedad está completamente absorbida e, incluso, de acuerdo con lo que nos imponen desde el sistema: se reducen los derechos laborales, se incrementa la pobreza, nos explotan con los precios, se privatizan la educación y la sanidad, etc.; con todo este panorama, hay muy pocas manifestaciones y protestas, en proporción con las que provocó el ejemplo que propusimos. ¿No sufrimos un desajuste en las prioridades? Hemos creado una sociedad completamente individualista dentro de un marco global, en el que impera el “que me quede como estoy”. En un momento en el que contamos con la suerte de poder acceder a todo, sustituimos el antiguo refrán por “ojos que no quieren ver, corazón que no siente”, de tal manera, que la sociedad no quiere saber nada de lo que suceda en el mundo, mientras no afecte a su propia posición (incluso, aunque afecte, mientras no sea demasiado o nos lo proporcionen en dosis pequeñas, apenas imperceptibles).

En suma, pretendemos demostrar con este breve artículo que, a lo largo del siglo XX y en lo que llevamos de siglo XXI, el mundo desarrollado en que vivimos se ha convertido en un gran mercado, en el que, en consecuencia, el arte también se ha mercantilizado, convirtiéndose en un producto de la sociedad de masas que integramos. Esto es algo incuestionable y, fruto de ello, se percibe como evidente que, si la obra de arte es un producto, ha de obtenerse beneficio de ella, con lo que el artista debe ser recompensado por el trabajo que desempeña, pues, como vimos, el arte también es un oficio. Esta idea, sin embargo, ha sido manipulada y explotada por las grandes empresas y por el sistema económico, en último caso, lo cual ha propiciado una mentalidad de ganar y solo ganar, sin escrúpulos ni respeto por el consumidor o por el propio producto. Consecuencia de todo esto es la piratería, que se configura como reacción ante esta explotación ejercida por el sistema. Ello exige un cambio notorio en las bases de este, que suponga abaratar precios y facilitar el acceso, con lo que el público se ampliaría y los beneficios se mantendrían equilibradamente, de acuerdo a los precios y las ganancias. Por otra parte, el sistema y su presión consumista han provocado en la sociedad una insensibilidad general, ciega consciente ante los problemas reales y cuya única preocupación son los objetos de consumo. La cuestión reside en plantearse por qué hemos llegado hasta este punto y cómo podemos cambiar los cimientos del sistema, es decir, lo importante no es ver y protestar porque ha cerrado una página web, sino plantearse por qué la han cerrado, qué peligro suponía y cómo podemos crear unas nuevas bases equilibradas, en las que sean los individuos los que marquen las pautas y no los poderes económicos.

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Sonia Rico Alonso es licenciada en Filología Hispánica por la Universidade da Coruña (UDC). Colaboradora en los proyectos de investigación de la UDC relacionados con la literatura hispanoamericana.

1 Walter BENJAMIN, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, ed. Juan BARJA, Félix DUQUE y Fernando GUERRERO, Madrid, Abada, 2006. | Volver al texto

2 José ORTEGA Y GASSET, La deshumanización del arte, ed. Luis DE LLERA, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005. | Volver al texto

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